Escribo estas palabras hoy, miércoles 13 de 2024. Hace exactamente cuatro años, me encontraba camino a La Democracia, Escuintla. Era un día caluroso en el que Funsepa, fundación que presido, marcaría un hito importante con la inauguración del primer municipio digital en Guatemala. No me imaginaba que la historia del mundo iba a cambiar por completo en apenas unas horas. Fue ese día en el que se confirmó el primer caso de Covid-19 dentro de nuestras fronteras, y que entraríamos en un proceso de encierros debido a la pandemia global. En el cuarto aniversario del estallido de la crisis planetaria más grande de los últimos tiempos, escribo estas palabras.
Cuatro años han pasado desde que todos vivimos esa situación surreal en la que tuvimos que encerrarnos en casa para no enfermarnos y prevenir la muerte. Cuando finalmente salimos al mundo, lo hacíamos portando mascarillas y aplicando alcohol en gel cada par de minutos. Los centros comerciales, restaurantes y aeropuertos daban escalofríos al verlos vacíos. Nuestra realidad se había convertido en una escena de una película distópica.
El impacto que tuvo la pandemia en nuestras vidas fue profundo y nos sentimos impotentes ante fuerzas externas de semejante envergadura. La pandemia cobró innumerables vidas, sumiendo a familias enteras en el dolor y la pérdida. Aunque las cifras pueden brindar una idea de la magnitud de la tragedia, no logran capturar la amplitud de la estela de sufrimiento humano que se generó a consecuencia del virus.
En medio de este caos, Guatemala enfrentó el desafío con medidas preventivas estrictas, incluso más severas que muchas naciones. Aunque no estamos exentos de críticas y desafíos, nuestra tasa de mortalidad fue notoriamente más baja en comparación con países como Estados Unidos (3,529 muertes por cada millón de habitantes) y México (2,643 muertes por un millón de habitantes). En Guatemala, la tasa de mortalidad debido al Covid-19 fue de 1,200 por cada millón de habitantes. Esta diferencia, aunque alentadora, no puede subestimar el valor de cada vida perdida, ni el dolor de aquellos que han sobrevivido, ni el sufrimiento de quienes aún afrontan consecuencias de salud, tanto física como mental.
Más allá del ámbito de la salud, el impacto de la pandemia se esparció a la economía global. Las disrupciones en las cadenas de suministro, el cierre de empresas y sectores enteros, como el turismo, los altos niveles de apalancamiento de los gobiernos, han dejado una marca indeleble en nuestras economías. La magnitud de este impacto es difícil de cuantificar, pero sus efectos se sienten en todos los rincones de nuestra sociedad.
Otro asunto que me ha dado en que reflexionar, es el de la vacunación. Nos guste o no, este ha sido uno de los temas más polarizantes. Si bien las vacunas han demostrado ser una herramienta efectiva en la lucha contra el Covid-19, su rápida producción y despliegue han generado controversia. A diferencia de otras vacunas, las de Covid-19 recibieron una licencia de “emergencia”, por lo que no pasaron por todas las pruebas normales. En esencia, nos convertimos en un gran laboratorio humano. Hoy nos damos cuenta que si hay efectos secundarios en ciertas poblaciones y, de particular importancia, son los casos documentados de coágulos en las venas intracerebrales. Al final, cada persona debe poder tomar su decisión de vacunación basándose en los datos científicos y considerando sus propias pre-condiciones.
Además, el clima de polarización ha llevado a la censura de ciertas voces disidentes. Hoy, con el beneficio de la retrospectiva, nos damos cuenta de la importancia de proteger el derecho fundamental a la libre expresión, incluso cuando las opiniones divergen. De manera autoritaria se silenciaron voces “conspirativas” que planteaban la posibilidad de una fuga viral desde un laboratorio. Retrocedimos muchos siglos al silenciar voces disidentes por decreto. Voces que hoy resultan no haber sido tan conspirativas como se les señaló.
La pandemia también se regó a otros ámbitos, como la educación de las futuras generaciones. El cierre prolongado de escuelas ha tenido un impacto significativo en la educación de nuestros niños y jóvenes, y es difícil prever las repercusiones a largo plazo en su desarrollo. Por ejemplo, aquel 13 de marzo de 2020 Funsepa transformaba La Democracia en un municipio digital, con tecnología en todos sus centros educativos públicos y la inauguración de un Centro Comunitario Tecnológico a la par de la municipalidad. Todos esos laboratorios de computación permanecieron cerrados los tres años siguientes. Ninguno de esos recursos tecnológicos pudo aprovecharse para mejorar el aprendizaje de los estudiantes debido al cierre de las escuelas e institutos. La educación de nuestros niños y jóvenes retrocedió en prácticamente todos los casos, y esto nos cobrará una factura muy cara, pero aún incuantificada, como nación.
A medida que conmemoramos este aniversario, es fundamental reflexionar sobre los aprendizajes que hemos obtenido. La pandemia ha sido un recordatorio doloroso de nuestra fragilidad como sociedad, pero también nos ha brindado la oportunidad de fortalecernos y prepararnos para los desafíos futuros. Una de las cosas que recuerdo y atesoro de este episodio sombrío en nuestra historia, es el sinfín de muestras de solidaridad por parte de muchos guatemaltecos. En especial recuerdo como empresas, ciudadanos y gobierno nos unimos para generar apoyos hacia el equipamiento de hospitales, para aprovisionar pruebas, y para repartir alimentación escolar. Sí, la pandemia nos hizo daño, pero nos demostró que unidos, somos fuertes. Que somos resilientes y que podemos contra cualquier obstáculo.
Hoy, cuatro años después de ese día, respiro aliviado que ese capítulo ya quedó atrás. Pero pienso que aún no hemos asimilado los aprendizajes de lo vivido. Todavía no entendemos que necesitamos trabajar juntos para construir un futuro más resiliente y solidario. Solo así podremos superar los desafíos que se avecinan y asegurar un mañana mejor para todos.