Un huracán avanza con fuerza, sin detenerse, arrasando con estructuras antiguas, generando caos y trastornando el paisaje a lo largo de su recorrido. En solo 15 días, la administración Trump ha demostrado que no llegó a la Casa Blanca para dar continuidad a la política exterior estadounidense, sino para desmantelarla y para redefinirla, a una velocidad incomprensible y dejando una estela de impacto sin precedentes.

 

No es extraño que un presidente entrante busque ajustar prioridades, auditar gastos y reformular estrategias. Es su derecho y, en muchos casos, su deber. Sin embargo, lo que ha convertido estos primeros 15 días en una tormenta de categoría máxima no es solo la magnitud del cambio, sino la simultaneidad y lo abrupto del corte de procesos que llevaban décadas en marcha. Hasta ahora, tres grandes ejes han marcado este ciclón que azota la política exterior de Estados Unidos: el endurecimiento migratorio, la guerra comercial (particularmente con China) y la reestructuración (o eliminación) de la la Agencia de Desarrollo de los Estados Unidos, mejor conocida como USAID. Cualquiera de estas iniciativas, por sí sola, habría sido disruptiva. Implementarlas todas al mismo tiempo y durante los escasos primeros 15 días de la nueva administración provocan una tormenta sin precedentes a nivel global.

 

Trump ha dado un giro de 180 grados en política migratoria, de las ciudades santuario a las deportaciones masivas, de una frontera vulnerable a una frontera militarizada, y de una actitud de permisividad a una de intolerancia absoluta. La posición del presidente entrante no es sorpresa. Lo que si sorprende es la velocidad con la que está cumpliendo sus promesas.

 

El cierre de USAID ilustra el efecto disruptivo que genera esta estrategia de “apagón” inmediato en lugar de una transición ordenada. Desde su fundación en 1961, USAID ha canalizado millones de dólares en cooperación para el desarrollo, y, aunque es legítimo revisar su eficacia y reorientar sus objetivos, lo que desconcierta es la forma en que se ha hecho: un corte repentino, sin margen de ajuste, dejando en el limbo a proyectos multianuales con compromisos firmados, personal contratado y comunidades enteras dependiendo de esa asistencia. Sin mencionar el hecho que habría sido un actor fundamental para apoyar la reincorporación de nuestros hermanos migrantes que están siendo retornados. En nuestro país, en más de dos décadas, el aporte de USAID a distintos proyectos, iniciativas y programas superó los U$2.4 mil millones. Las justificaciones de la administración Trump son claras y coherentes con sus promesas de campaña: “alinear la ayuda exterior con los intereses nacionales” y “eliminar programas que no contribuyen directamente a la agenda América Primero”. Pero, para muchos que hasta hace un par de días dependían de esta agencia, la angustia alcanza niveles máximos. Como reza el dicho Americano, esperemos que no tiren al bebé con el agua de la bañera.

 

En paralelo, Trump ha desplegado una ofensiva comercial con aranceles del 10 por ciento a China, usando las tarifas no solo como herramienta económica, sino como ficha de presión geopolítica. Estados Unidos no está dispuesto a seguir tolerando presuntas prácticas comerciales desleales por parte de la “fábrica del mundo”. A esto se suman las amenazas de tarifas a Canadá y México, en un nivel prohibitivo de 25 por ciento. Queda claro que la presión surtió sus efectos y que todos los países, excepto China, han accedido ante el somatón de mesa, militarizando la frontera, recibiedo a migrantes repatriados y reduciendo flujos hacia el norte (tanto migración irregluar como drogas).

 

Casi la mitad de las importaciones de Estados Unidos provienen de Canadá, China y México, con un valor que supera los 1.3 billones de dólares por año. Sin embargo, Bloomberg Economics advierte que la nueva política arancelaria podría reducir las importaciones en un 15 por ciento. Por su parte, Tax Foundation calcula que estos impuestos comerciales inyectarían unos 100 mil millones de dólares adicionales al fisco cada año, antes de asumir el efecto de medidas retaliatorias o la posible afectación a la economía. Aunque un tanto impredecible al no saber como reaccionará cada contraparte, el costo real de la medida podría ser mucho mayor: interrupción de cadenas de suministro, alza en costos de producción, pérdida masiva de empleos y un golpe directo al bolsillo del consumidor. El tiempo dirá si la medida cumple con los objetivos que se plantean en la agenda América Primero.

 

En términos de relaciones internacionales, esta administración ha decidido que el “soft power” (las estrategias de influencia sutil y diplomacia) no es la herramienta correcta a utilizar. Ahora, el “hard power”, el músculo económico y la presión directa, es el método preferido. Se podría argumentar que, al final, Estados Unidos siempre ha velado por sus propios intereses, ya sea con mano blanda o con puño de hierro. La diferencia es que la nueva administración ha redefinido, de manera radical, abrupta y sin anestesia, cuáles son esos intereses de nación y cómo los va a alcanzar.

 

En solo 15 días, Trump ha reescrito las reglas del juego. Para algunos, este huracán representa el necesario reordenamiento de un sistema global descontrolado; para otros, es una tormenta que arrasa sin distinguir lo bueno de lo malo. Lo que es indiscutible es que cuando el viento amaine y el polvo se asiente, el mundo será un lugar distinto. Como Guatemala, la pregunta es: ¿cómo quedaremos del otro lado de la tormenta?