Estoy muy preocupado. Es evidente la crisis en la que se encuentra nuestro sistema educativo. Luego de 25 años de la firma de los acuerdos de paz (en donde se iniciaron las conversaciones de una formación docente integral) y tras 10 años de la embatallada Reforma a la Formación Inicial Docente, nos damos cuenta que, a pesar de monumentales esfuerzos, la educación en nuestro país no mejora a la velocidad necesaria. Estamos hablando de un fallo sistémico que exige una Reforma Educativa Integral.

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Hace unos días salió a luz el documento que revela las pretensiones del Sindicato de Trabajadores de la Educación en Guatemala (STEG). Los detalles de este nuevo pacto colectivo ponen los pelos de punta. Refleja las ambiciones de un liderazgo sindical irresponsable y al que, aparentemente, poco le importa la educación de nuestros niños. En ningún lugar de la actual ecuación figuran factores como la calidad educativa, el aprendizaje alcanzado o la meritocracia en la profesión docente. Seamos claros, la mayoría de docentes son héroes que día a día buscan hacer milagros a pesar de las condiciones en que se desempeñan. Pero es el sistema actual el culpable, divorciado en todo aspecto del aprendizaje en el aula y la meritocracia en la docencia. Es un esquema caduco que exige reformas.

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En ese sentido, vale la pena recordar que hace 10 años se intentó reformar la formación inicial, creando el programa de Formación Inicial Docente (FID) en la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC). Hoy, una década después, USAC anuncia la suspensión del programa, argumentando que el Mineduc sigue contratando docentes pero no a los que formó USAC a nivel superior. Recordemos que en aquel momento los cambios a los esquemas de selección y contratación quedaron engavetados. Ante una reforma parcial, no nos debería sorprender que se sobrepongan los vicios del pasado.

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Hay algo seriamente fallido en el sistema. La formación de millones de niños guatemaltecos está en crisis. Se trata del desarrollo de todo un país. A pesar que en su abrumante mayoría no logran superar las pruebas de graduación, graduamos alrededor de 150,000 jóvenes año tras año. Sin embargo, nos extraña que esos estudiantes tengan tanta dificultad para obtener un empleo formal y digno. Eso sucede, no porque no existan plazas disponibles o interés de incrementar el empleo, sino porque los jóvenes no reúnen las competencias mínimas para el empleo. El triste resultado es que la mayoría de ellos permanece en el subempleo, desempleo o decide migrar.

 

Por si esto fuera poco, el aprendizaje de nuestros niños y jóvenes hoy se encuentra en riesgo debido al cierre de las escuelas por la pandemia. La evidencia es clara, particularmente para países rezagados tecnológicamente, como el nuestro, la presencialidad es la mejor forma de rescatar el aprendizaje y tiempo perdido. Pero da mucho en que pensar cuando los padres argumentan que mandar a los niños a la escuela es equivalente a perder el tiempo. Es un síntoma y evidencia de la precariedad del sistema y nos debe motivar a impulsar una reforma educativa integral, cuyas prioridades centrales sean el aprendizaje de los niños y sus oportunidades para tener un mejor futuro. Para mejorar el sistema, debemos de reformar algunos de los sub-sistemas.

 

Primero, necesitamos una gestión del recurso humano docente que vele por la formación inicial, contratación, formación permanente, carrera, evaluación, incentivos y desincorporación. Un sistema que valore el desempeño de los docentes en el aula y premie aquellos que logran mejoras en el aprendizaje. Un sistema que nos aleje de prácticas irresponsables de ciertos liderazgos que atan prebendas a favores políticos. Segundo, cambios en los contenidos, herramientas y habilidades a nivel de la cuarta revolución industrial. Necesitamos tecnología en nuestras escuelas y en las manos de los niños. Tecnología que apalanque un pénsum que promueva tanto sus habilidades blandas como algunas destrezas del futuro, como la programación. Con esquemas de evaluación que permitan rendir cuentas sobre los niveles alcanzados y las mejoras por año. Tercero, priorización en uso de recursos. Es imprescindible que los recursos se inviertan en incentivos meritocráticos para la docencia, dotación de tecnología para los niños, conectividad, aulas dignas y nuevos modelos de aprendizaje.

 

Podemos lamentarnos y seguir señalando. Yo prefiero reconocer el problema, dialogar sobre posibles soluciones y promover las reformas que sean necesarias. Lo que no podemos es seguir desgastándonos en esfuerzos fútiles contra un sistema empeñado en preservar su poder político a costa de su función primordial: educar a nuestros hijos. No podemos esperar otros 25 años y seguir apuntando dedos. Somos la generación responsable de reformar el sistema, ¡Y lo tenemos que hacer ahora!