Hace una semana, Joviel Acevedo y el sindicato de maestros (Steg) decidieron retar a un pulso al gobierno de turno. Ellos bloquearon las vías de tránsito exigiendo el cumplimiento del pacto colectivo y amenazando con la suspensión nacional de clases. Al final de la tarde el presidente, Jimmy Morales, autorizó la firma de dicho pacto para hoy, comprometiendo un desembolso de al menos Q1 mil millones.

 

Tal pacto asegura un bono anual de Q2 mil 500 para todo el magisterio, un incremento salarial de 15% de manera escalonada en los próximos tres años (5% por año), licencias laborales con goce de sueldo hasta por nueve días al mes para actividades sindicales y otros beneficios. Se sintió en el ambiente una profunda indignación ante estos hechos e inició un fuerte debate sobre si los maestros se merecen o no estos beneficios.

 

La burda manifestación levanta todo tipo de pasiones. En nuestro país a los maestros se les aumenta el salario al subir de escalafón, lo cual sucede cada cuatro años. Entonces, por ejemplo, un maestro con 10 años de experiencia en 2012 se encontraba en el escalafón C, con un salario de Q4 mil 110. Hoy, seis años después, cambió a escalafón E con un salario de Q7 mil 292, más bonificaciones y demás beneficios. Eso equivale a un incremento anual compuesto de 12.2%, versus la tasa de inflación nacional de aproximadamente 5% por año.

 

Sin embargo, no se trata de que si los maestros se merecen o no el aumento de 5%, 10% o 15%. Discutir porcentajes anualmente, en un vacío, me parece una total pérdida de tiempo. ¿Cuánto debería ganar un maestro? ¿Acaso alguien se ha tomado la tarea de comparar contra el mercado laboral guatemalteco cuánto gana una persona con las mismas competencias y habilidades? Ello tomando en cuenta la labor tan importante y fundamental que desempeñan para el desarrollo de nuestro país. También entendiendo que debemos tener la capacidad, como nación, de atraer y retener al mejor talento para ser maestro.

 

Hoy tenemos un sistema que atiende las necesidades del siglo pasado. Un gran número de maestros, por vicisitudes históricas, no cuentan con las habilidades necesarias que se les exige y los jóvenes no se están graduando con las competencias mínimas para enfrentar los retos del siglo XXI. Prueba de ello son los resultados de las evaluaciones de diagnóstico de los estudiantes de último año que lleva a cabo el Digeduca los cuales, irónicamente, fueron presentados justo un día después de la manifestación del Steg. Tristemente tales resultados, muestran un desempeño insatisfactorio. Fueron evaluados más de 148 mil estudiantes graduandos de 3,879 establecimientos de todo el país. Tan solo tres de cada 10 adquirieron los conocimientos necesarios en lectura y solo uno de cada 10 en matemáticas. Además, el Digeduca evaluó a los docentes optantes a plaza. En comunicación y lenguaje solo 28% de los docentes evaluados aprobaron la prueba y en matemáticas un 6%.

 

Por supuesto que esta situación es preocupante e indignante, pero ya basta de jugar al pulso sin trasfondo alguno. Cada vez que nos metemos a estas pruebas de quién es el más fuerte, perdemos la oportunidad de discutir los temas de fondo que nos ayudarán a determinar las reformas que transformarán nuestro sistema, como sucedió en Washington D.C., Estados Unidos. Este distrito escolar tuvo uno de los peores rendimientos en todo el país durante décadas. El sistema estaba en crisis, así que en 2007 inició un programa de reformas muy ambicioso. Estas reformas se enfocaron en mejorar la calidad de los docentes de forma integral.

 

Fue así como se estableció un sistema de evaluación docente llamado IMPACT (Impacto en español). Este tiene distintos componentes como la evaluación del rendimiento de los estudiantes en las pruebas, observación hecha por personal de la propia escuela o de terceros, expertos en pedagogía, trabajo en equipo entre docentes y trabajo de colaboración con familias y la comunidad escolar. A través de estos componentes, a final del año se les da a los maestros un punteo. De esta manera los maestros se dividen en cuatro grupos: (i) docentes altamente efectivos –elegibles para recibir bonos o aumentos-, (ii) docentes efectivos –aquellos que hacen un trabajo adecuado-, (iii) docentes mínimamente efectivos –quiénes reciben una oportunidad para mejorar- y (iv) docentes inefectivos –apartados del sistema por un tiempo determinado-. Gracias a ello, el distrito escolar del D.C. ha progresado más que ningún otro en Estados Unidos.

 

A diferencia de Washington D.C., nuestros cambios salariales no forman parte de una estrategia para mejorar la calidad educativa. No podemos esperar que la calidad llegue por arte de magia, la tenemos que diseñar. Debemos aprovechar este momento para implementar cambios como evaluaciones periódicas y validación del desempeño en el aula ¿Cómo entonces rediseñemos todo el sistema para definir el perfil ideal de los maestros? ¿Cuáles son los programas de formación inicial y continua que necesitamos para que todos los maestros alcancen los niveles de competencias y conocimientos a los que aspiramos? ¿Cómo vamos a evaluar su desempeño en el aula? ¿Cómo aseguraremos que los niños y jóvenes estén logrando un aprendizaje en el aula? ¿Cuánto más vamos a esperar para plantear la necesidad urgente de un rediseño profundo?

 

Quiero dejar muy claro que en ningún momento estoy demeritando la labor de los docentes. Su rol es de suma importancia para el futuro de nuestro país y su dignificación no está en cuestión. No obstante, la forma extorsiva en que se “negocian” estos pactos erosiona su buena imagen en lugar de dignificarla. No creo justo poner en riesgo el derecho a la educación de miles de niños y jóvenes guatemaltecos, por la lucha de ciertos intereses. La inversión en educación debe priorizar la profesionalización docente en lugar de derrochar recursos desvinculados a los resultados reales en el aula. Contamos con recursos sumamente limitados, ¿seguimos con el viejo esquema de pulsos de poder o decidimos invertir en el futuro de nuestros niños y jóvenes?