Hace no muchos años era considerado como uno de los países más ricos de Latinoamérica y el Caribe, por poseer una de las reservas más grandes de petróleo y de minerales en la región. Contaba con todo el potencial para ser una de las naciones más prósperas y sostenibles del mundo entero, pero hoy sufre una crisis terrible y dolorosa. Me refiero al “bravo pueblo”, como su himno lo describe. Me refiero a Venezuela.

 

La crisis política y social que actualmente viven los venezolanos es innegable. Datos de Cepal indican que, en 2016, este país lideró la caída entre las economías de Latinoamérica, con una contracción del 9,7%, seguida de Brasil (3,6%), Argentina (2%) y Ecuador (2%). Por otro lado, recientemente el FMI estimó que la inflación de este país llegará a 720% a finales de este año, y que en 2018 esta llegará a ser de 2,068%. Hoy 87 de cada 100 venezolanos ganan menos de lo que necesitan para alimentarse y, para complicar el panorama, la escasez de alimentos es del 82%. Además, el índice de escasez de medicinas es del 95% y más del 70% de la población está en situación de pobreza. Tristemente, 28 niños mueren día a día por la terrible situación. Es el segundo país más violento del mundo y se vive una total pérdida de los derechos individuales. Hoy, la República Bolivariana de Venezuela, ya no es una República. Lo más terrible de todo, es haber eliminado la opcionalidad de un cambio democrático y los pesos y contrapesos que una República exige. Quienes se han osado a resistir la consumación de la dictadura, entre ellos Leopoldo López, María Corina Machado y Daniel Ceballos, hoy son prisioneros políticos de un régimen totalitario e injusto. ¿Qué estamos haciendo las demás naciones del mundo para frenar esta crisis? Mientras ciertos países nos pronunciamos ante organismos internacionales y condenamos la situación, otros defienden lo indefendible.

 

El psicólogo Jonathan Haidt se ha dedicado a estudiar sobre la moralidad, sus orígenes y su relación con el pensamiento y comportamiento humano. En su libro, “La rectitud de la mente” (“The Righteous Mind” en inglés), explora el fenómeno moralista que nos lleva a enfrentamientos cuando se trata de política o religión. Por algo, los libros de etiqueta recomiendan evitar esos temas en conversaciones, porque rápido caemos en discusiones incómodas. Haidt explica que, si bien se cree que la moral es innata (un conjunto de “intuiciones” desarrolladas desde el nacimiento) o aprendida (alguien nos la enseña según parámetros culturales), existe una tercera posibilidad que dice que la moral también puede ser construida por uno mismo, según los tropiezos en el camino. Él habla del “moralismo de la mente justa”, para él “la naturaleza humana no solo es intrínsecamente moral, sino también intrínsecamente moralista, crítica y sentenciadora”. No solo tenemos una noción de lo justo, sino que rápidamente “proyectamos” nuestra visión de justicia hacia el entorno que nos rodea. Por tanto, todos nacemos para ser “justos”, pero cada uno produce su propio “lente” de justicia basado en aspectos culturales, valores, creencias y experiencias.

 

Haidt explora cómo los seres humanos necesitamos justificar nuestras creencias y valores, al punto de caer en la defensa de una agenda moral totalmente indefendible. Eso es lo que sucede con Venezuela. Para muchos, como yo, el totalitarismo y la disolución de los pesos y contrapesos no tiene justificación alguna. Pero para otros, miembros de CODECA, Winaq, el Movimiento de la Liberación del Pueblo y otras organizaciones guatemaltecas, además de algunos venezolanos, el moralismo de la mente justa está tan enraizado en ellos, que pretenden tapar el sol con un dedo. Por defender la ideología de izquierda, ignoran muchos otros factores. Al encontrarse sumergidos en el moralismo de la mente justa, la izquierda defiende un comportamiento dictatorial simplemente por ser de izquierda. Mientras tanto, los de la derecha aprovechan para decir que es un problema de la ideología de izquierda, cuando el populismo y las ambiciones dictatoriales vienen en muchísimos sabores y colores.

 

La pregunta es, ¿qué hacer? ¿cómo accionamos ante esta crisis? ¿cómo cambiamos el destino de Venezuela? ¿Cómo desenmascaramos tantas mentiras? El problema es que estamos siendo prisioneros de nuestra mente justa, lo cual no nos permite “desmenuzar” adecuadamente el problema. Afortunadamente, los países latinoamericanos empiezan a despertar. Ayer se llevó a cabo una reunión extraordinaria de Consulta de Cancilleres sobre la situación en Venezuela en la sede de la OEA en Washington DC, convocada por un grupo de países de la región, incluyendo el nuestro. Por otro lado, la Asamblea Legislativa de El Salvador, hace unas semanas presentó una denuncia en Corte Penal Internacional sobre las torturas que se viven en Venezuela. Espero que cada vez más acciones como estas se lleven a cabo.

 

Lo que pasa en Venezuela es indignante. Más de 30 millones de personas están sometidos a una dictadura cruel. No nos podemos quedar callados ante esto. Permanecer en silencio nos hace cómplices, y la historia nos juzgará por nuestra permisividad y pasividad. Como mencioné, esto ya no es cuestión de ideología, no importa si se es de derecha o de izquierda, se trata del dolor que está viviendo todo el pueblo venezolano, se trata de las miles de violaciones a derechos humanos, se trata de injerencia humanitaria. El problema no es la ideología, ni el fervor del movimiento socialista. El verdadero problema es la ambición por concentrar el poder y la riqueza. Basta ya de defender lo indefendible.