No es secreto que en nuestro país la informalidad es abrumadora ya que se ve por doquier, desde el famoso chiclero hasta vendedores ambulantes de películas pirata. Muchos viven de ella y muchos participan de ella.  

En su diccionario de economía y finanzas, el sociólogo e historiador Carlos Sabino define al sector informal como aquella parte de la economía que está constituida por trabajadores por cuenta propia y pequeñas empresas que no están integradas plenamente en el marco institucional que regula las actividades económicas. Según la Encuesta Nacional de Empleo e Ingresos (ENEI) del 2013, un 69.2 por ciento de la población ocupa el sector informal a nivel nacional, 5.3 por ciento menos que en el 2012.

Esto quiere decir que en Guatemala siete de cada diez trabajadores laboran sin contrato, por lo que no gozan de ciertos beneficios que les brinda el sector formal, como prestaciones, bonificaciones mensuales y seguridad social. No obstante, a inicios de este mes autoridades del Ejecutivo anunciaron una propuesta que merece ser estudiada con detenimiento: formalizar la economía informal mediante el pago de un impuesto único.

Aunque aún no se conocen mayores detalles de la propuesta, se supone que con esta iniciativa los negocios informales pagarían Q12.50 mensuales. La idea es que este gran sector del país le encuentre sentido a pasarse a la formalidad, a través de los incentivos y beneficios de la misma, sin ser castigados. A esto le agregamos el beneficio de incrementar tributos para las arcas del Estado, los cuales pueden ser invertidos en prioridades como educación y vivienda.

Hace algunos días fueron anunciados los resultados de la recaudación fiscal, tras la implementación de la Ley de Actualización Tributaria. Los efectos se mostraron muy por debajo de lo esperado, recaudando únicamente Q1,618.5 millones de los Q9 mil millones esperados en su primer año de vigencia. Aunque la pobre recaudación se atribuye a fallas técnicas, vacíos de la ley y pobre ejecución, no podemos negar que la carga fiscal hoy recae sobre aquella minoría de trabajadores y empresas formales y que lo correcto sería que todos contribuyésemos, en forma progresiva según ingresos, a cubrir los costos de los servicios públicos como educación, seguridad e infraestructura.

Más allá de la incertidumbre que la informalidad supone, la irregularidad y poca estructura de esta actividad económica condena a las personas a una menor productividad y, por ende, a mantenerse en la pobreza. Muchos defienden la creencia de que la informalidad es buena porque crea trabajos, asumiendo así que eventualmente dicho sector desaparecerá por sí solo. Sin embargo, la evidencia demuestra lo contrario. En economías emergentes, la informalidad es el principal enemigo de la productividad, ya que crea economías duales que entorpecen la competencia e impiden un crecimiento incluyente.

Adicionalmente, no podemos obviar que el sector criminal prefiere operar en ecosistemas informales, donde sus actividades pasan desapercibidas con mayor facilidad. Por ende, reducir la informalidad también supone una reducción del camuflaje que hoy le proporcionamos al narcotráfico, al lavado de dinero, y al contrabando, entre otros.

Por muy paradójico que suene, me parece positivo que se estén buscando soluciones para los efectos deletéreos que acarrea la informalidad, sobre todo si se está haciendo a través de esquemas que amplíen la base tributaria del país. Paralelamente, se le deben de sumar esquemas que faciliten la migración a la formalidad y que provean estímulos positivos de participar en ella. Para romper el ciclo de pobreza, debemos incluir en la formalidad a los otros siete de cada diez guatemaltecos que hoy están siendo excluidos de mejores oportunidades, y que no gozan de los beneficios que la formalidad otorga. En definitiva es un reto difícil, pero las paradojas nunca han sido imposibles de resolver.