Hace unos días el Centro de Investigaciones Económicas Nacionales (Cien) presentó un análisis sobre la situación del sistema educativo guatemalteco y la tercera propuesta del proyecto Ruta para el Desarrollo de Guatemala 2020-2024. Los hallazgos de esta investigación son preocupantes y deben despertar en nosotros un sentido de alarma. Para mí, es evidente que no estamos haciendo las cosas bien.

 

Para este estudio el Cien elaboró una comparación anual de distintos indicadores. Fue posible ver que la última década ha sido desperdiciada. Prácticamente todos estos se han mantenido un tanto estáticos. Por ejemplo, en cuanto a cobertura, nos hemos estancado a nivel de pre primaria y secundaria, con una leve variación de 4 a 6 por ciento, mientras que primaria se ha venido para abajo (17 por ciento). En cuanto a calidad, también se evidencia un bajo rendimiento de parte de los alumnos y de los docentes. Solamente uno de cada 10 estudiantes del ciclo básico supera la prueba PISA-D en matemática y tres de cada 10 en lectura y ciencias. Además las pruebas diagnósticas de quienes aspiran una plaza docente muestran fuertes deficiencias en matemáticas y solo la mitad responde correctamente preguntas de lectura y estrategias de enseñanza.

 

Los decepcionantes indicadores son producto del pobre aprovechamiento de recursos, a pesar de que en los últimos diez años estos han incrementado considerablemente. Entre 2008 y 2018, el presupuesto asignado al Mineduc se multiplicó 2.4 veces, pasó de Q5,793 millones a Q13,990 millones. Representa casi el 20 por ciento del presupuesto total del Estado. Para 2019 fueron aprobados Q16,531 millones. Pero, ¿qué pasa con estos recursos? ¿a dónde se está yendo el dinero?. Desde el 2008, la proporción del presupuesto destinado a pago de salarios ha aumentado, variando de 67 por ciento hasta 79 por ciento el año pasado. Dicho desplazamiento se ha hecho sin considerar mejoras a la calidad o rendimiento de los docentes. Esto no deja espacio para invertir en áreas importantes como calidad, infraestructura, capacitación, entre otros.

 

Todo esto indica dos cosas. Primero que la “aguja” de la calidad educativa no se está moviendo lo suficiente ni a la velocidad requerida y, segundo, que no estamos usando la experiencia para modificar los comportamientos. ¿Cómo provocar una visión nacional, basada en evidencia y sujeta a métricos de evaluación concretos, que realmente catapulte la educación? El aprovechamiento de la tecnología ciertamente puede tener un rol, pero esto es una conversación mucho más profunda. Para lograr una educación del siglo XXI, necesitamos un rediseño sistémico que se base implementar un modelo de educación descentralizado, una política de tecnología en las aulas, una sistema de mejoramiento continuo, fortalecer el acompañamiento pedagógico y muchas otras cosas más. Pero en los últimos diez años no hemos hecho casi nada de eso.

 

He visto cómo muchos muestran una genuina preocupación por la calidad de nuestro sistema educativo. He visto un sinfín de esfuerzos que buscan cambiar la manera en que educamos a los niños y jóvenes de nuestro país, yo mismo soy partícipe de algunos de ellos. Todos estos son esfuerzos de valor que han logrado cierto impacto. Sin embargo, en perspectiva, este impacto se queda muy corto para el cambio radical que necesitamos. Está claro que no podemos seguir así. No podemos seguir haciendo lo mismo y esperar que la educación pública mejore por milagro. Necesitamos ser más agresivos con los cambios que queremos implementar. La última década ha sido perdida y no hemos avanzado prácticamente nada. ¿Seguiremos así o cambiaremos las cosas?