Cuando hablamos de desarrollo varias imágenes aspiracionales saltan a la mente, tales como tecnología, progreso económico, prosperidad, respeto a la ley, certeza de castigo, etc. Todas esas imágenes de desarrollo de una nación dependen crucialmente de un factor suprimido en el olvido: la calidad educativa.

 

A diferencia de la teoría del desarrollo a través de la especialización, hoy existe evidencia que nos permite afirmar que transitar la curva de desarrollo implica un proceso de diversificación de la actividad económica. En su libro “The Atlas of Economic Complexity: Mapping Paths to Prosperity”, el economista venezolano y académico de la Universidad de Harvard, Ricardo Haussmann, describe ese vínculo entre complejidad y prosperidad.

 

Haussmann sostiene que el crecimiento económico de una nación se relaciona con el aumento en la variedad de productos que un país produce así como la complejidad de dichos productos. Un país pobre elabora pocos productos sencillos, mientras que los más desarrollados producen muchas más cosas, incluyendo las sencillas y otras altamente complejas. No obstante, el aumento de la producción de un país implica vencer las limitaciones vinculantes que detienen su proceso de diversificación. No es sorpresa que la calidad de la educación sea el ingrediente fundamental para desenlazar ese desarrollo de capacidades humanas y sociales que permitan transformar un país.

 

Contar con ciudadanos mejor educados implica contar con trabajadores con mayores destrezas y, por ende, mayor innovación en un país. Un ejemplo de ello es Israel. A pesar de sus condiciones climáticas y carencia de recursos naturales, Israel ha sabido innovar y emprender para lograr su desarrollo. De acuerdo con The Economist, es la nación con mayor cantidad de start-ups (nuevos emprendimientos) y ocupa uno de los primeros lugares en el índice de patentes per cápita a nivel mundial. Esto tiene mucho que ver con su espíritu emprendedor, cultura de trabajo y calidad educativa.

 

Sin embargo, al girar la vista a la situación en América Latina, vemos que otro gallo nos canta. Se clama por desarrollo, particularmente en las áreas rurales o para las poblaciones más vulnerables, pero poco se discute sobre la pobre calidad de educación a la que están siendo expuestas nuestras futuras generaciones. Hace unos meses, el Banco Mundial publicó el estudio “Grandes maestros: cómo incrementar el aprendizaje estudiantil en Latinoamérica y el Caribe”, en él se retratan los fuertes desafíos que Latinoamérica ha tenido que enfrentar en materia educativa desde hace varias décadas. Aunque se muestran avances en cobertura, el problema radica en los niveles de aprendizaje real que se están generando, prueba de ello son los bajos resultados en las pruebas PISA y los altos niveles de repitencia o abandono de los alumnos.

 

A falta de la automatización de la educación, la excelencia docente se convierte en el factor determinante del nivel educativo al que pueda aspirar un país. Por consiguiente, no podemos hablar de mejoras en calidad educativa sin poner sobre la mesa una re-estructuración sistémica que permita atraer y retener al mejor talento docente posible. Sin una buena formación docente, además de educadores bien seleccionados, capacitados e incentivados, no podemos exigir una buena calidad educativa. Será la evaluación minuciosa del sistema lo que determine posibles avances en el mismo, desde cómo están enseñando los docentes hasta qué tanto aprenden los alumnos. Una evaluación constante debe ser condición sine qua non para mejorar todo el sistema educativo.

 

Nuestro mundo se encuentra en un estado de constantes cambios, por tanto, la generación de hoy no tiene las mismas necesidades que antes y se enfrenta a un mundo cada vez más competitivo y exigente. Es por ello que los cambios requeridos se deben de implementar con sentido de urgencia. De no hacerlo, arriesgamos acrecentar el tamaño de la enorme brecha que ya nos separa de los países más avanzados.

 

Es de aplaudir que en toda Latinoamérica los cambios comienzan a avizorarse. Por ejemplo, en Chile, Ecuador, México y Brasil, se están analizando proyectos de ley que velan por el pago de bonos y otorgamiento de promociones según el desempeño del docente, aunque aún ninguno ha tenido el coraje de implementar este tipo de sistemas por el miedo a despedir a aquellos maestros que no den la talla. En mi país, Guatemala, el Ministerio de Educación ha implementado el Programa Académico de Desarrollo Profesional para Docentes (PADEP/D) desde el 2009, del cual ya han egresado 16mil educadores. Además, distintas e innovadoras herramientas tecnológicas y pedagógicas están siendo evaluadas, como el modelo de Khan Academy en países como Bolivia y Guatemala.

 

Todos estos esfuerzos son valiosos, pero Latinoamérica debe de acelerar el paso para no quedarse atrás. El sistema educativo debe ser transformado con el fin en mente: brindar educación de calidad. Nuestras futuras generaciones se merecen nuestro mayor y mejor esfuerzo en ese sentido. Si nuestras miras están hacia el futuro, debemos realizar los cambios hoy. En palabras de Wayne W. Dyer, escritor estadounidense: “el progreso y el desarrollo son imposibles si uno sigue haciendo las cosas tal como siempre las ha hecho”.